Pequeñas delicias
Estás en la mesa. La conversación general se empieza a alejar. Dos hablan por acá, otros tres por allá. Tienes la expresión dibujada, tus ojos siguen las bocas que se mueven, pero tus pensamientos van por otro lado. Imaginas tu mano derecha, la proyectas por un minuto con un movimiento fugaz en busca de aquello. ¿Qué sucedería si lo haces? ¿Cuanta confianza verdadera existe en este grupo para anular una posible crítica?. Miras una vez más de reojo al resto. Parecen seguir inmersos en la charla. Tu deseo crece y se expande, tienes miedo de que alguien lo note. ¿Qué pensarían?. Casi seguro hablarían de ti al regresar a sus casas, de tu actitud egoísta, de tu incapacidad de contenerte.
Justo enfrente está ella. Sabes bien que tiene un poder especial para cambiar el clima de una reunión, que no es lo mismo cuando está presente. La critican, la evitan, pero sin embargo sucumben cuando está ahí. Le sonríen, le hablan. Quizás sea su seguridad, quizás. Te hace sentir menor, manejable, descartable. No comprendes. Ellos no la quieren, pero la adoran, la evitan pero la buscan. Pero esta vez tu lo viste primero, ahí sólo, esperando ser capturado. No vas a dar espacio. Sonríes ante un comentario que no escuchaste pero del que todos rieron. Vuelves a pensar en tu mano derecha. Tiembla levemente, titubea. Comienza a subir hacia la mesa. Tu visión periférica controla al resto y el campo parece libre. Es el momento.
De repente un movimiento de ella eriza tu espalda, hay algo en su lenguaje corporal que activa tus alarmas. Fue una leve inclinación acompañada de un más leve giro de la cabeza, pero ahí hay algo. ¿Habrá visto la oportunidad igual que tú?. Te inclinas de forma casi imperceptible, tu cuerpo, tu brazo y tu mano, que descansa atenta arriba de la mesa, se acomoda en posición estratégica. Sientes el cosquilleo del sudor en tu frente. Sigues sonriendo sin saber a qué, asintiendo con la cabeza a un murmullo que esconde tu obsesión, tu objetivo. No hay más tiempo, debes avanzar, enfrentarte a las posibles miradas furtivas, a las medias sonrisas de desaprobación. Lo quieres cada vez más. Es lo único que quieres y pagarías por él, pero ahora, no antes, ni después, ya. Todo tu cuerpo lo quiere.
De repente ella hace un movimiento maestro, que parece casual. Y lo toma con un latigazo perfecto. Esa perra maldita. Nadie la va a criticar más o menos que antes, y lo sabe. Toda tu frustración se te acumula en la boca del estómago, sigues sonriendo con bronca, con las mandíbulas selladas.
Bajas la mano. Sientes cierta verguenza. Transpiras. Perdiste el tiempo, la oportunidad, el momento. Esa egoísta, oportunista, descarada. Pero fuiste tú, tu vacilación, tu culpa. Perdiste. Perdiste aquel último brownie.